De pequeña apenas me daba cuenta. Pero ahora, con la experiencia de la vida, si echo un poco la vista a tras, veo como mi madre siempre hacía comentarios negativos sobre la mayor parte de las cosas que yo hacía o quería hacer: sobre el vestuario, las amigas, las aficiones, los novios, sobre la forma de ver la vida.
Hacía comentarios del estilo: esa música es de gente pobre; qué mal gusto tienes, qué van a pensar de ti; ese hombre es un don nadie; por qué haces eso, pareces una tontorrona. Ahora han pasado muchos años y puedo decir que a pesar de todo, no de todo sino de ella, yo siempre me salía con la mía y hacía lo que quería.
Pero es cierto que me hubiese gustado tener otro apoyo, quizá otras palabras más suaves que mostraran ese desacuerdo. Pero no ha sido así.
En cambio para mi hermana mayor fue distinto. Ella apenas lograba hacer lo que quería. Y cuando lo hacía le embargaba culpa y la pena por no satisfacer los gustos de nuestra madre.
Además también vivía esa diferencia como un rechazo: que mamá no comulgara con sus gustos era sentido por ella como una falta de amor. Mi hermana ha hecho cosas en la vida sin llegar a agradarle del todo, con el único fin de obtener la aprobación y el reconocimiento materno.
Una misma madre y dos hermanas tan diferentes. La hermana pequeña nunca fue a terapia. Ha podido ir haciendo su vida de forma amable, y nunca se le ha presentado ningún acontecimiento en el que sintiese que “ya no puede más”.
Sin embargo, la hermana mayor recurrió a terapia, vino a petición de algunos familiares y nunca por deseo propio, por eso solo dio lugar a cuatro sesiones.
El psicoanálisis le hubiese beneficiado en algunos aspectos, porque cuando alguien se compromete con el tratamiento lo que está garantizado es que algo se mueve, porque sólo para quejarse no se va a terapia.
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