Desde tiempos remotos, los hongos han despertado el interés de la humanidad, conviviendo sentimientos de fascinación y rechazo. Estos insólitos seres que surgen en el espacio de una noche, de diversos colores y formas, no podían pasar inadvertidos. Hoy sabemos que, tanto las civilizaciones orientales como las americanas anteriores a la era cristiana los usaron, fundamentalmente en prácticas terapéuticas y de hechicería, e igualmente también desde tiempos antiquísimos, como alimento.
Los primeros testimonios encontrados de los hongos se refieren, lamentablemente, a los envenenamientos que ocasionaban. En la antigüedad greco romana, ya encontramos descripciones de intoxicaciones fúngicas. La misma denominación latina de “fungi”, parece provenir de “funus”, cadáver y de “ago”, yo hago.
Los griegos, que todo lo observaban, los llamaron “mykes”, moco, debido probablemente a la particular textura viscosa de la superficie de algunos de ellos. De ahí que micología sea el nombre de la ciencia que los estudia. Creían que nacían de la pituita de los árboles, o de la podredumbre de los excrementos. Por lo general no los comían pero, así y todo, algunos relatos de envenenamientos también nos han llegado. El poeta Eurípides, perdió a su mujer y a sus tres hijos, por haber consumido supuestamente “Amanitas phaloides”. Hipócrates, describe los dolores de la hija de Pausanias por haber comido un hongo crudo. Ya Nikandros de Colofó, en el siglo III a.C., escribió la “Alexifarmaka”, o tratado de los contravenenos donde asociaba a los hongos al tóxico y al aliento de las víboras.
Los romanos, a pesar de dudar del origen de los hongos, los consumían con profusión. Hubo frecuentes envenenamientos en Roma. Se recuerda un banquete donde fallecieron todos los comensales, incluido el amigo de Séneca y capitán de las guardias de Nerón, Aneo Sereno. Tertuliano, en un epigrama, pretendía que a cada hongo le correspondiese un dolor y un proceso mortal. Sin embargo, ya los romanos conocían bien las diferencias morfológicas entre los hongos comestibles y los venenosos. Plinio, el Viejo, en su “Historia Natural” dejó una clara descripción de las amanitas mortales. La semejanza existentes entre las amanitas comestibles y las tóxicas permitió con facilidad la sustitución de la “Amanitas cesarea” por la “Phaloides” en envenenamientos criminales, entre ellos parece encontrarse el del emperador Claudio. Apicio, gastrónomo notorio de su época, nos legó una receta para preparar la “Amanita cesarea”: “Se la cocina en vino, con un ramo de coriandro, o en jugo de carne, con el aderezo ordinario, agregando para espesar, miel, aceite y yemas de huevo”. Se la servía frecuentemente en vasos de plata, con cuchillos de ámbar.
La distinción entre hongos comestibles y venenosos se fundó inicialmente en prácticas subjetivas y más próximas a la hechicería que a la ciencia. Se explicaba la toxicidad de algunos hongos por su origen, debido a la podredumbre de donde han surgido o a los nidos de serpientes cerca de los cuales se desarrollaron. En realidad muchas veces crecen al borde de agujeros o madrigueras. También se pensó en la influencia de clavos oxidados o árboles venenosos en su cercanía. Avicena llegó a la errónea conclusión que el color de los hongos está relacionado a sus efectos.
En el siglo XVI, los médicos aconsejaban como remedio a las intoxicaciones fúngicas, aromáticos como el ajo, la pimienta y el vino. De esta época se conserva mucha documentación estudiando el talante demoníaco de los hongos, vinculados a prácticas mágicas y esotéricas. La separación entre “Fungi esculenti” y “Fungi perniciosi”, propuesta por Dioscórides, médico griego del siglo I, atrasó grandemente el estudio botánico de los hongos. Rousseau, llegó a decir que la primer desgracia de la Botánica, fue haber sido considerada desde su nacimiento como una parte de la Medicina.
La ciencia moderna ha retomado el estudio de la capacidad terapéutica de los hongos y obtiene de ellos antibióticos y drogas psicoactivas, capaces de inducir estados de alucinación e indicadas para ciertos tratamientos en enfermedades psiquiátricas.
En el presente siglo, son muchos los investigadores, que han corregido conceptos desacertados sobre toxicidad de distintas especies, rechazando equívocos métodos populares para determinar el carácter comestible de los hongos y publicando excelentes obras de divulgación que permiten, al aficionado, su clasificación.
Llegamos pues a la conclusión que el único método seguro para comer un hongo es obtener antes su correcta clasificación botánica. Por fortuna, existen pocas especies peligrosas, pero algunas de toxicidad tal, que basta un solo ejemplar para matar seis personas, en medio de una atroz agonía irreversible de varios días de duración. En resumen, nunca comer un hongo que no sea conocido o certificado por un experto.
Por otro lado, en los países aficionados a la micología, distinguidos cocineros, han desarrollado y recopilado exquisitas y originales recetas aprovechando la textura, aroma y sabor de las diferentes variedades de hongos, que nos permiten conseguir desde ensaladas, salsas, sopas, platos principales, postres y licores. Nunca mejor ocasión para recordar aquel refrán que dice: “Lo que no mata engorda”.
Comparte esta noticia desde el siguiente enlace: https://mijascom.com/?a=4948