Salíamos de compras. Si no podíamos vernos un día nos llamábamos y hablábamos de nuestras cosas. Nos hacíamos favores. Y a veces también discutíamos, porque ya se sabe, todos somos raros. En realidad yo me enfadaba mucho cuando la diferencia que existía entre nosotras se hacía evidente, no puedo negarlo. A mí me gustaba más cuando parecíamos casi idénticas. Tengo que decir también que había algo de lo que nunca se hablaba y no sé explicar por qué, ¿habría preferido yo que hubiese sido diferente? No lo sé. Claro, que esto puedo decirlo ahora que tengo 41 años. Antes más que saber cómo eran las cosas, las vivía, a veces con alegría, a veces con un sufrimiento desconcertante.
Ropa interior nueva. Ropa que sin ser sexy era cuidadosamente elegida para resaltar el color de sus ojos. Era capaz de olvidar mi cumpleaños, y también era capaz de no venir al cumpleaños de mi única hija. Se pasaban los días y no se acordaba de llamar. También, ahora cuando la llamo y escucho su voz, suena más melódica. Más entradas y salidas. Cuchicheos. ¿Qué más necesitaba para saber que algo estaba pasando? Mi madre, también era una mujer.
Yo que nunca había visto un centímetro de más de la piel de mi madre. Yo que no me permitía pensar si mis padres además de padres eran pareja, entre otras cosas porque ellos no dejaban caer ni la más mínima caricia. Cómo he podido vivir 41 años sin saber que mi madre ya era una mujer antes de que yo naciera, y que seguía siendo una mujer.
Ese descubrimiento no es cualquier cosa. Ahora la vida tiene otro color distinto al de un agujero negro enigmático. Por ahora no sé qué hacer con este descubrimiento, ¿me tiene que dar igual? ¿Me tiene que dar alegría? ¿Me tiene que parecer extraño? ¿Sería todo más fácil si mi madre siguiese siendo sólo una madre?
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