Hay gente que compra cosas pero no las usa. Por ejemplo, una vajilla, que puede que se use en Navidad o ni si quiera eso y al final queda de herencia faltando alguna pieza.
Un perfume, que del paso del tiempo se queda rancio. Ropa, que al final se tira porque se ha pasado de moda o ya no es su talla. Un salón, que sólo sirve para limpiar el polvo y mirarlo desde la puerta. O una libreta bonita, con una alta probabilidad de que las hojas queden amarillentas y con las tapas viciadas.
Este hecho de no poder usar las cosas que nos resultan bonitas, hace que acumulemos objetos sin estrenar o con pocos usos. Cosas que sin embargo no están nuevas porque tienen esa marca del paso del tiempo. ¡Qué contradicción! No se usan para que no se estropeen y perduren mucho tiempo, pero sin embargo existe el deterioro.
¿Por qué razón alguien no puede usar algo que le gusta? Porque trata a los objetos como si no fueran tal cosa, más bien como si fueran una extensión del propio cuerpo o de la vida, creyendo de algún modo que la duración de los objetos implica también el alargamiento de la propia existencia.
De este modo habría que procurar que los objetos no se acaben y no se estropeen. Lo que hay detrás de este comportamiento aparentemente sin mucha transcendencia de “no poder estrenar”, es que se pone de manifiesto la pretensión del ser humano de “poder durar”.
Para poder disfrutar tranquilamente del reloj, la libreta, los zapatos… para que cada objeto cumpla su función, habría que considerar varios aspectos. Por un lado esos objetos son nuestros, ayudan a conferir nuestra identidad, pero no somos nosotros: ese vaso de agua tan bonito es mío pero no soy yo.
Por otro lado valorar que es más interesante y gratificante la vivencia que podamos vivir alrededor de esos objetos, que el recuerdo o conservación del propio objeto.
La propia vida es suficiente razón para usar las cosas bonitas, sin necesidad de esperar ninguna hipotética ocasión.
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