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Miércoles 27/11/2024

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Las pequeñas historias de Calahonda

El 50º aniversario de la creación de Sitio de Calahonda está cargado de grandes hitos, de acontecimientos que sentaron las bases de uno de los complejos urbanísticos más grandes de la Costa del Sol, pero también de historias humanas, de vivencias y recuerdos que hoy, coincidiendo con esta fecha tan señalada, afloran para hacernos ver que, en realidad, la esencia de los espacios físicos son las personas

El 50º aniversario de la creación de Sitio de Calahonda está cargado de grandes hitos, de acontecimientos que sentaron las bases de uno de los complejos urbanísticos más grandes de la Costa del Sol, pero también de historias humanas, de vivencias y recuerdos que hoy, coincidiendo con esta fecha tan señalada, afloran para hacernos ver que, en realidad, la esencia de los espacios físicos son las personas.

 

Muchos podrían pensar que la historia de Sitio de Calahonda se limita a la edificación de construcciones y al desarrollo urbanístico de un terreno de tradición agrícola. Sin embargo, detrás de todo eso, aflora la verdadera esencia de este lugar, las vivencias de aquellas personas que formaron parte del proyecto o que ya estaban allí cuando comenzó a fraguarse. Y es que, pese al pensamiento generalizado sobre la falta de identidad de las urbanizaciones, Calahonda está cargada de personalidad y de gentes muy orgullosas de haber vinculado su vida con la del desarrollo de esta urbanización.


Buena prueba de ello son las historias de Salvador Ríos, Julián Lozano y Juanita, personas que, en un determinado momento, unieron su trayectoria con la de esta urbanización para pasar a formar parte de su historia, de esa historia que no se narra en los libros, pero que se pierden entre los desvanes de las casas para moldear la personalidad de un lugar. Todos ellos, de alguna manera, y otros muchos que permanecerán en el anonimato han hecho posible que hoy Calahonda celebre su medio siglo de existencia.

 

La historia de Salvador Ríos
Salvador Ríos nació en Mijas en 1928 y, cuando apenas tenía tres años, su padre se convirtió en el guarda de la finca de Calahonda, que por aquel entonces solo tenía cuatro casas. El Hotel Alhamar apenas llevaba unos 10 años construido y era, junto con el edificio de El Campanario, uno de los emblemas de la zona. Lo llamaban el Hotel Inglés y tenía un mini-golf, que hacía las delicias de los extranjeros.
En aquel entonces, Calahonda ya tenía mucha arboleda, pues el dueño de la finca, Ángel Nagel, hizo una gran repoblación. De hecho, la zona alta de Calahonda era un inmenso pinar, con unos 2.000 árboles, aunque también había muchos eucaliptos, cuya madera se usaba para fabricar las quillas de los barcos de pesca. Más tarde, en la época de los Vandulken, se volverían a plantar pinos, haciéndose el trabajo con ayuda de mulas.


Cuando el padre de Salvador llegó, parte de la finca estaba arrendada a un cabrero por 150 pesetas, y otras zonas a unos vaqueros por 500 pesetas al año. Además, para sembrar trigo llegaban pujaleros de Mijas, que dejaron sus nombres a los cerros en los que sembraban: José Rueda, José Alarcón, etc.


Desde el cortijo hasta el puente de la autopista, se sembraba trigo, cebada y guisantes. Además, en la playa, a la altura de Calahonda Beach, había un lance, con bancos enormes de boquerones y otro en Caleta Carbón, donde acudían pescadores y ‘volateros’ o arrieros, que llevaban el pescado a puntos como Mijas Pueblo o Alhaurín.


Salvador recuerda cómo su madre cambiaba dos huevos por un plato de pescado, de modo que el pescado nunca faltaba en su casa. Y es que en aquellos años, los huevos se usaban como moneda de cambio para ropa, azúcar, café, legumbres o arroz, aunque eso sí, la carne apenas formaba parte de la dieta, exceptuando los días en los que se hacía matanza. Para comprar las demás cosas, la familia de Salvador, como la del resto, se desplazaba a Fuengirola, trayecto que hacían a pie o con mulas, ya que el autobús llegaría mucho después.
Fuengirola, por aquel entonces, no era importante. Era un pueblecito pequeño y pobre de pescadores en el que no había casi de nada, pero es que, según recuerda Salvador, “solo se iba a Málaga cuando hacía falta un médico urgentemente”. Con apenas diez años, este hombre tuvo que ocuparse de un rebaño de 100 cabras y atender hasta los partos. Aunque no había colegio, había ‘maestros volateros’, que iban de cortijo en cortijo, por lo que después de cuidar las cabras, por la noche, Salvador y otros doce niños (la mayoría, primos y hermanos) recibían clase.


El Sr. Nagel vendió la parte del Hotel Alhamar, la Algaida y Mi Capricho a 50 céntimos de peseta el metro cuadrado a finales de los años veinte. Los Jarales se vendió más tarde, en los años treinta a peseta el metro, unos precios acordes con la época, ya que un obrero apenas cobraba tres pesetas al día.


Tras el fin de la Guerra Civil, los señores Vandulken compraron la finca e introdujeron algunos cambios, como el sistema de obtención de agua, la instalación de tuberías en la casa y la creación de pozos. Con los Vandulken, Salvador siguió haciendo labores en toda la finca, vigilando que llegara agua a la casa y cuidando animales.


Iba pasando el tiempo y también la niñez, hasta el punto de que Salvador conoció a la que sería su mujer, una muchacha que vivía en un cortijo en Las Chapas, por lo que, tres veces en semana, iba a verla recorriendo a pie ocho kilómetros de ida y otros ocho de vuelta.
En 1958, tras el fallecimiento de su padre, Salvador pasó a ser el guarda de la finca, con lo que aumentaron sus responsabilidades y el trabajo.


En esos años, llegó también a la finca Julián Lozano. Por aquel entonces, era costumbre dar vivienda a dos empleados, así que construyeron una casita a la altura de la comunidad Monteparaíso para la familia de Julián.

 

Los recuerdos de Julián Lozano
Hoy en día, muchos vecinos de Calahonda atraviesan la calle de Julián Lozano y hacen vida en ella, pero ¿quién fue ese hombre? ¿Por qué se puso su nombre a una calle? Uno de los primeros trabajadores de la urbanización, Julián contribuyó con su dedicación y su labor a que Calahonda tuviese siempre un buen aspecto, por lo que los vecinos agradecieron su esfuerzo con este reconocimiento.


Nacido en la zona de Río Ojén, siendo apenas un niño se trasladó a Calahonda con su familia, que se encargaba de cuidar un cortijo. Más adelante, a través de un vecino, comenzó a trabajar en las tierras de la familia Vandulken, donde cultivaba las tierras y ayudaba con los animales. Pasaron los años y el señor Vandulken dio a Julián la oportunidad de vivir en la finca, por lo que le construyó una casa. Una vez finalizada, Julián contrajo matrimonio con su novia de toda la vida, María Blanco, también vecina de la zona, en el año 1957.


Julián y su familia tenían un pequeño huerto que los proveía de frutas y hortalizas. También tenían animales, como gallinas y un par de cabras, que permitían que hicieran su propio queso. El núcleo de población más cercano era La Cala, a 4 kilómetros. Se solía ir andando o en bicicleta, ya que los coches no estaban al alcance de la mayoría. De hecho, se podía ir dando un paseo por la carretera sin ningún peligro. Allí había una pequeña tienda donde iban a hacer sus compras los vecinos de la zona, aunque solo compraban lo que no conseguían de la tierra o de los animales. Otra alternativa eran los llamados ‘Recoveros’, vendedores ambulantes que iban de casa en casa.
En 1962, apareció en escena José de Orbaneja, que junto a los Vandulken, emprendió la tarea de urbanizar la finca. Julián pasó entonces a encargado de las obras, por lo que, junto a Salvador Ríos, fue el primer trabajador de la urbanización.


La primera calle en la que se trabajó fue la avenida de España. Luego vendrían calle Málaga, la construcción de nuevas casas y la llegada de nuevos vecinos. Uno de ellos fue Juan de Orbaneja, hijo del primero, con el que Julián vivió el día a día de una nueva y próspera urbanización.


Mientras la vida de la zona se modificaba, también cambiaba la de Julián y su familia. Así, los paseos andando para revisar y arreglar cosas de la finca fueron sustituidos por el desplazamiento en mobilette, mucho más rápido y cómodo.
En 1975, se creó la comunidad de propietarios de la urbanización y Julián comenzó a trabajar para la comunidad por las tardes, mientras que por las mañanas seguía trabajando para los promotores.


Sin embargo, no todo era trabajo. Con la llegada de nuevos vecinos, empezaron a organizarse actos de convivencia, como fiestas, romerías, campeonatos, así como la romería de San Miguel. En todos estos eventos, Julián, aunque tenía que trabajar, disfrutaba viendo cómo todo salía bien. Uno de los años, su hija fue elegida reina de la romería, lo que le hizo sentir muy orgulloso.
Más adelante, a la ermita y comercios situados a la entrada de la urbanización se les unió un edificio de oficinas y Julián y su familia se trasladaron a vivir allí, pues les construyeron una nueva vivienda, amplia y moderna.


En 1985, se inauguró la oficina de la comunidad y Julián contó con un nuevo compañero, ya que Salvador Ríos dejó su trabajo en la urbanización. Al poco tiempo, en 1987, Julián falleció trabajando, al lado de las tuberías y bombas de impulsión que tanto revisó y reparó. Su fallecimiento supuso una gran pérdida y fue muy sentida por todos los que de una manera u otra lo conocieron y, por ello, en agradecimiento, se le puso su nombre a una de las calles.

 

La casa de Juanita
Aunque se llama Joan Janes, pocas personas en Calahonda la conocen por ese nombre. Allí, todos la llaman Juanita. Y es que esta escocesa de la zona de Aberdeen lleva viviendo en la urbanización cerca de 40 años.


Los problemas de corazón de su marido hicieron que se trasladaran a la Costa del Sol, buscando un clima mejor. Así que, tras una estancia en el hotel Alhamar, encontraron una parcela cerca del Club La Naranja que les encantó. Un año después, en marzo de 1973, Juanita y su marido, Leslie, abandonaron Dorset definitivamente para instalarse en Calahonda. Al poco de llegar, Juanita empezó a aprender español, lo que le abrió las puertas de la comunidad española.


Calahonda en 1973 era muy distinta a como es hoy. Juanita recuerda que la avenida de España era la única calle real que había, ya que las demás estaban o planificadas o indicadas sin casas. El cortijo conocido como El Campanario era la única casa que se veía desde la carretera. Tampoco era raro encontrarse con una vaca o una cabra e, incluso, verlos a través de las puertas abiertas ya que nadie las cerraba. A partir del año 75, los vecinos empezaron a tomar más precauciones. De hecho, compraron unos silbatos y cuando veían a alguien con aspecto sospechoso avisaban al resto para que tuviesen cuidado en su casa.


Casi desde el principio, Juanita y su marido se asociaron al Club La Naranja, participando en la mayoría de actividades. De hecho, Juanita fue tesorera durante muchos años y adoraba el club, ya que le encantaba el ambiente cosmopolita que tenía en la década de los 80. Juanita dice haber pasado muchos años felices en Calahonda y haber hecho muchos amigos, al igual que su marido, que desgraciadamente, falleció en 1988. 

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