Miedo, angustia y susto tienen significados diferentes. En el “miedo”, la atención se concentra sobre una causa concreta. La “angustia” se refiere tan sólo al estado, haciendo abstracción de todo objeto.
La angustia cumple una función: es un estado que nos alerta de algún peligro cercano –real o psíquico-, nos pone en sobre aviso.
Hay enfermedades en la que la angustia pierde esta función y se hace muy duro para quien la padece. Nos llevamos un “susto” cuando acontece un peligro para el que no estábamos preparados de ninguna forma, es algo inesperado, repentino, un sobresalto, una sorpresa. El estado previo de angustia protege del susto.
Hacemos uso de la palabra susto como un factor de incidencia sobre el cuerpo: “me morí de susto”, o “fue tal el susto que se me pasó todo”. Los afectos en sentido estricto se caracterizan por una vinculación con los procesos corporales.
Así, ciertos afectos pueden empeorar estados patológicos ya establecidos. Pero también un gran susto, una repentina aflicción, pueden influir favorablemente sobre una enfermedad crónica.
El susto sólo es un ejemplo de afecto, pero en general todos las emociones y afectos pueden producir dos tipos de acciones sobre el cuerpo. Acciones directas, como son algunos cambios corporales: tensión o relajación de la musculatura, alteración cardíaca, fluctuaciones de la distribución sanguínea (miedo, ira, dolor).
Dentro de las acciones no directas encontramos que ciertos estados afectivos permanentes proporcionan al sujeto un aspecto envejecido o más jovial.
Así un estado permanente de naturaleza penosa reduce la nutrición del organismo y el tejido adiposo, y provoca alteraciones de los vasos sanguíneos.
Del mismo modo, bajo la influencia de excitaciones gozosas, de la «felicidad», se puede observar cómo todo el organismo florece y la persona recupera algunas manifestaciones de juventud.
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