Durante años le estuve diciendo a mi madre que quería morirme. Solo a ella. A mis amigas las tenía al margen de este sentimiento tan íntimo, por vergüenza a que de verdad supieran cómo soy, y por un mínimo de respeto hacia mí misma. Antes de que me vieran así, prefería pasar un tiempo en el exilio. Luego llegó mi novio, y era a él al que taladraba la cabeza con mi doloroso deseo de querer morir.
Al principio, cada vez que decía: “quiero morirme”, lo que conseguía nunca era morirme, sino que mi madre o mi novio se asustaran. Cada uno a su manera, me agasajaban con su compañía y distintas atenciones. Trataban de convencerme de lo contrario. Se esforzaban en poner de manifiesto lo mucho que yo valía, y se esmeraban con charlas interminables, en que yo volviese a ver el brillo que tenía todo aquello de lo que me había rodeado.
Se ponían casi incansablemente a barajar hipótesis sobre por qué estaba así, y cual podía ser la solución. Nada hacía efecto, y además yo no salía indemne de todo esto, me resultaba agotador. Atacaba de tal forma a mi reserva de energía, que mis piernas no se sostenían, y el hilo de mi voz bajaba hasta el punto de no poder hacerme escuchar.
Este sentimiento aparecía así, de repente sin aparente explicación. Hasta varios años después nunca tuve la curiosidad suficiente para desmenuzar mi vida y encontrar una explicación. Coincidía además que mi madre y mi novio hicieron manifiesta su imposibilidad de ayudarme, y me sugirieron que acudiese a un profesional. Y eso hice.
De algún modo había estado renunciando al esfuerzo de encontrarle algún sentido a tanto dolor y espectáculo. Quería morirme y punto. Mientras quería morirme no existía nada más, sólo el dolor de la agonía. Era un refugio prácticamente inhóspito, pero era un refugio. Le daba la espalda al mundo. A las cosas del mundo, a la gente del mundo, a todos mis amores. Pero no solo le estaba dando la espalda al mundo, también me la daba a mí misma. Hoy sé que no estaba loca, era una solución precaria a distintos conflictos.
Al principio esto tenía un carácter catastrófico. Con la terapia este imperativo se hizo más suave y aparecía con menos fuerza y frecuencia. “Quiero morirme” solo aparecía cuando ocurría cualquier contrapié familiar, laboral, burocrático... En la actualidad algo queda de aquello, y ocasionalmente hay veces que “quiero morirme”. Pero en el fondo de mí, muy muy en el fondo sé que no quería ni quiero morirme de verdad. Yo quería como Regio: dejar el mundo, pero la muerte no me gusta como forma de abandono, quiero dejarlo, pero vivo y coleando.
¿Realmente hablamos de enfermedad o es una solución a un conflicto que no se quiere abordar? Aunque la enfermedad suponga una anulación de la capacidad de vivir, hay que añadir que la resistencia que las personas ponen a curarse o a encontrar una solución tiene más bien que ver con no querer ver o aceptar cuestiones que no dejan de ser de uno mismo pero que aún siendo propias, se rehúye de ellas y se rechazan. La enfermedad siempre hay que pensarla pero como una huida. ¿Pero de qué? Esta pregunta la dejo abierta para todo aquel que tenga valor para hacérsela.
“4. Desierto
Remigio quería dejar el mundo, pero la muerte no le gustaba como forma de abandono. Quería dejarlo, pero vivo y coleando. Estaba hastiado de la gente y de las cosas. Dos veces casado y dos veces viudo, sin hijos ni hermanos, contrajo la enfermiza obsesión de irse. ¿Adónde?
Un día, cierto pariente lejano que había venido por dos días, lo miró inquisidor y le dijo: “A vos te hace falta un desierto” y enseguida se fue, sin otro comentario. Para Remigio, aquel diagnóstico fue una revelación. Trabajó seis mese en oficios varios, solo para reunir el dinero necesario para atravesar el mundo y llegar a un desierto (no tenía ninguno a mano).
Por fin llegó. Aquella soledad de arena le pareció una maravilla. Caminó y caminó durante veinte días y cuando ya le quedaba poca agua en la cantimplora, tuvo una visión: era un oasis. Le asaltó el temo de que fuera un espejismo. Pero no. Era un oasis de verdad. Allí llegó y se instaló, casi feliz. Hizo dibujos en la arena intacta y se mojó varias veces la nuca. También se quitó las botas y se lavó los pies.
Aquello era por fin la ansiada soledad. Pero no hay disfrute eterno. Una noche no pudo dormir y en el interminable insomnio asumió que ya no quería estar solo. Una fuerte nostalgia le subió del pecho y se le instaló en el cerebro casi vacío.
Pero ¿cómo volver al mundo? De pronto se percató de que había perdido la noción de los benditos puntos cardinales. Él había venido del Este, ¿pero dónde quedaba el Este? Durante dos mese estuvo solo, sin nadie en el mundo, pero una tarde aparición un camello.
El animal y el hombre se miraron a los ojos. Luego el camello se acercó y le lamió la calva. Remigio no tuvo más remedio que abrazarlo. Luego se trepó al rumiante, se sentó entre las dos gibas y le ordenó a animal que caminara. Pero el bicho se quedó quieto. Le gritó, le pegó con una bota, lo acarició, le rogó, pero nada.
Solo entonces comprendió que también el camello estaba aburrido del mundo. Volvió al silencio, a medias resignado, dispuesto a esperar que algún día o alguna noche el camello también sintiera nostalgia y caminara. Regresó a sus arenas y noche a noche (vaya milagro) sus sueños lo instalaban en medio de una muchedumbre. Y solo entonces Remigio y el camello suspiraban a dúo.
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