En los orígenes de la humanidad, el hombre para alimentarse ejercía esencialmente una labor recolectora de lo que la naturaleza le ofrecía. Antes de que fuésemos capaces de cazar, una de nuestras principales fuentes de proteínas eran los pequeños invertebrados y, dentro de éstos, el caracol ocupó un lugar importante, teniendo en cuenta la cantidad de restos y fósiles encontrados en primitivos asentamientos humanos.
En yacimientos donde los depósitos de conchas desechadas forman parte de una sucesión estratigráfica, resulta obvio que las comunidades consumidoras de este molusco gasterópodo antecedieron a las que se valían de técnicas más complicadas, como las de la caza.
No fue hasta la época de la antigua Roma que se idearon recintos específicos para criarlos, dando de esta manera paso a la helicicultura o disciplina para producir caracoles con fines comestibles y últimamente también cosméticos. Los romanos tenían departamentos separados para las distintas especies y ya introdujeron la selección de los mejores especímenes para destinarlos a la reproducción.
Helicicultura es un vocablo compuesto, formado por ‘hélice’ que procede del latín Helix,-icis, espiral, y cultura, cultivo. Hélice pues, hace referencia a un género de caracol que tiene la concha en forma helicoidal. Tal vez su apariencia ha sido el motivo de que la espiral sea el símbolo más antiguo encontrado en todos los continentes y su influencia en el arte megalítico es importantísima.
Para muchas civilizaciones representaba al ciclo ‘nacimiento-muerte-renacimiento’, así como al sol que se pensaba que mantenía esa misma secuencia. Volviendo a la época romana, tenemos constancia a través de Plinio de que los engordaban con vino y salvado, siendo estos criaderos lugar de recepción de especies procedentes de diversos lugares como Iliria, del norte de África, de Capri y de Liguria, teniéndolos en una estima y consideración no alcanzada nunca más en la historia.
El propio Tiberio reunió en una recopilación gastronómica singularidades con respecto al caracol y su preparación. Tal era el fervor por este manjar, que los propios romanos llevaban los moluscos ya preparados en sus incursiones guerreras, de modo que su consumo y la forma de arreglarlos pudo expandirse por todo el Imperio.
Durante este periodo histórico, su comercio tuvo que ser pujante, como demuestran las acumulaciones de conchas encontradas por los arqueólogos en las faldas del Vesubio, en Pompeya. Era costumbre el tomarlos asados, con vino y utilizados como distracción en las comidas.
Estudios recientes realizados por la Universidad de Cádiz en los restos encontrados de un pecio de aquellas fechas, indican que los caracoles formaban parte de la composición del garum, salsa muy apreciada por los romanos y que se utilizaba como aderezo en un gran número de platos.
Caído el Imperio Romano, el medievo supuso también una época de auge para el pequeño molusco, se consumían por las clases más humildes dada su abundancia en la naturaleza y por ser considerada una carne apta para la abstinencia cuaresmal. Muy apreciado por navegantes, pues las grandes travesías en barcos de vela originaban el problema de la falta de alimentos frescos, causando una enfermedad conocida como escorbuto.
El caracol resulta fácil de mantener vivo en pequeños espacios, lo que facilitó su utilización para consumirlo en largos trayectos por parte de la marinería. Se comían fritos con aceite y cebolla, en brochetas, o hervidos, pero finalizando el siglo XVII la nobleza comenzó a considerarlos impropios de su clase, creyendo que su carne era apta solo para ser consumida por los pobres, perdiendo protagonismo en las grandes mesas.
Fue un gran gastrónomo y político francés, Talleyrand, quien los volvió a poner de moda cuando le pidió a su jefe de cocina, el genial Antoine Carême, que los preparara para la cena que deseaba ofrecer en honor al zar Alejandro I de Rusia.
Desde ese momento, ocuparon un lugar preferencial en la mesa francesa, extendiéndose su fama por todo el continente. Alcanzaron tal popularidad que incluso se inventaron utensilios especiales para ellos, facilitando su extracción de la concha, con un tenedor de dos puntas y unas tenacillas para sujetarlos cuando están calientes.
Hasta hace poco en España la actividad helicícola se limitaba a la simple búsqueda de caracoles en su medio natural, la mayoría de las veces para autoconsumo y no para su comercialización.
Sin embargo, a partir de las últimas décadas, sus cualidades gastronómicas han comenzado de nuevo a ser apreciadas y a convertirse en un alimento solicitado, teniendo un notable arraigo en nuestra cultura, ya que ha formado parte desde siempre de nuestra alimentación y recetario. Hoy constituye un plato típico e imprescindible en determinadas fiestas y regiones, calificado como un lujo en ciertos restaurantes.
Existen numerosas recetas culinarias en nuestro país que tienen como principal ingrediente o acompañante el caracol. Las formas de cocinarlos son muy variadas, generalmente hervidos, pero también asados o fritos, con una abundante variedad de salsas y condimentos.
Debemos pues reconocer la importancia cultural y diversidad regional de este patrimonio gastronómico y esperemos que la espiral de la historia los devuelva al lugar que merecen en las cartas de nuestros restaurantes.
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